Desopilante historia sobre el destino de una escalera de la alta sociedad vernácula.
Por Enriqueta Barrio (*)
En esa época se había puesto de moda comprar cosas de demolición para remodelar la casa. Báh, me refiero concretamente a nuestra vida familiar, no sé si para el resto de los humanos esta moda existió; cada uno con su mundito, ¿no?
Y Norita, que le entraba a todo con un entusiasmo digno de mejor causa, nos arrastró a corralones, depósitos y remates sin descanso. A las siete de la mañana ya estaba con La Capital, leyendo los clasificados. Iba directo al Rubro 21, Ventas Varias.
Leía cada aviso en voz alta, entusiasmándose como una nena con objetos imposibles y completamente inútiles: “¡Mirá, Miguel Ángel! Venden una campana siglo XVIII de escuela ruraaaaallll! Ahhh qué hermosura! ¡Para el parque! Ay Miguel Ángel ¿la compramos?… es acá nomás, en Brandsen al 7800…” “Sí, acá nomás….unas setecientas cuadras masomenos….y, ¿para qué querés una campana en el parque? A la tercera vez que tocaste la campana ya no la mirás más, y queda ahí haciendo mugre hasta que te morís y alguno de estos (decía señalándonos) la tira a la mierda… Aparte ya estás grande para jugar a la maestrita rural, Nora, ¿podés dejar por un minuto ese mar de fantasías que tenés en el bocho?… por ejemplo, ¿hoy que vamos a comer?”, le pinchaba el globo mi viejo. “Ay, no, no sé… que sé yo qué vamos a comer… ¡Miráaaaaaaa! Venden una mecedora! ¡Qué lindo, una mecedora! Ahí me sentaría a tejer… o a leer… siempre quise una mecedora, Miguel Ángel… dice que para recuperar, pero bueno….”
Y con su santa paciencia, papá le volvía a refutar: “Qué, ¿sabés tejer? Veinte años con ella y jamás le vi agarrar una aguja, decía mirándome risueño, sí, Penélope te dicen, nunca para de tejer… dejate de hinchar, todavía estás joven para la mecedora… ¿quién se comió el queso de rallar que yo había escondido en la heladera? Pero ¿será posible?!… me tomo el trabajo de ir a lo de Di Paoli, porque estas no quieren ir más, hago media hora de cola, compro un pedazo de queso de rallar que vale como un lingote de oro, lo meto atrás del cajón de la verdura para que no se lo morfen y ¡no está! ¿Todo se tienen que comer? Qué son, ¿termitas que arrasan con lo que se les cruza?”
Hasta que un día apareció un clasificado insoslayable: “Escalera de madera labrada impecable de casco de estancia señorial con descanso. Joya.” La zurda leyó “casco de estancia” y desató su terrateniente interior con una fuerza imposible de frenar.
No hubo argumento ni razón que la convencieran: la escalera de madera era imprescindible en nuestra casa. Remarcó el aviso rodeándolo varias veces con un óvalo frenético y corrió al teléfono.
Al otro día, un flete traía la escalera fragmentada: era enorme, pero enoooorme, a todas luces había pertenecido a una mansión de muchos metros cuadrados y de gran altura. Por supuesto nada tenía que ver con nuestra casa de clase media, de ladrillo a la vista con tres dormitorios, de los cuales uno era el altillo al que nos llevaría la bendita escalera. Semejante escalera de salón de baile de los cuentos, para llevarte a un entretecho en el cual era difícil pararse derecho sin golpearse el marote.
Pero bueno, ahí estaba el mamotreto y Norita no iba a aceptar su derrota de ninguna manera. Otro tema fue el del descanso. La escalera estaba diseñada para que doblase en algún momento, dejando un espacio importante en el que se acostumbra poner una maceta o algo así. Pero la distancia del piso del living al altillo no daba ni a palos para que la escalera doblase, y mucho menos para poner un descanso.
Entonces vino un constructor o maestro mayor de obra, un tal Carrá, que con un lápiz de carpintero en una hoja doblada en cuatro, dibujó como quedaría la escalera una vez que se anulara el descanso y varios escalones. Ya tomaba visos de engendro, pero nadie daba el brazo a torcer, y empezó la instalación.
Era una escalera espectacular, eso no estaba en duda. Tenía un balaustre macizo y labrado con verdadero arte. El primer escalón era ancho y señorial; toda ella era de madera lustrada de gran calidad. Los barrotes se retorcían con delicadeza. Con el paso de los días empezó a quedar en evidencia que el tal Carrá era más chambón que lo esperado, y que ni él ni ninguno de los actores tenía los mínimos conocimientos de física ni de arquitectura ni de nada como para hacer que ese armatoste de veintiocho escalones y un descanso entrase en línea recta en un living de 6 por 4 y una altura de tres metros y pico.
Armaron y desarmaron diez veces por lo menos. Empezaron por la baranda, no. Por los escalones y tampoco. Siempre sobraba una pieza o faltaba otra imprescindible y al tercer día de labor, habiendo ya cobrado gran parte, Carrá empezó a pudrirse del temita escalera y Norita comiéndole la cabeza.
Al cuarto día no fue, adujo una gripe paralizante. Reapareció a la semana, con el metro en la mano y dispuesto a encararle como sea al armatoste. No se la iba a ganar. La cuestión que la escalera quedó, pero, por supuesto, mal. Los últimos escalones se apretujaban y perdían simetría: en el lugar de dos, se metieron cuatro a los que se les había rebanado un pedazo y, a los tumbos, se terminaba el ascenso.
Cuando ibas a bajar, te parabas frente a la escalera y sentías real vértigo: la baranda quedaba sumamente baja en el inicio, y debías agacharte para agarrarla, mientras ponías el pie en el primer escalón abierto, prácticamente de costado, porque no entraba derecho.
Todo eso había que hacerlo sobre madera lustrada, patinosa de por sí, lo que acrecentaba la adrenalina del momento. Mis viejos y Carrá ya estaban con los huevos tan llenos de escalera, que aceptaron la derrota, hicieron como que así estaba bien y no se habló más del asunto.
Mi hermana y yo volvíamos de la escuela al mediodía y Norita ya se había ido a trabajar, era maestra y entraba a la una. Comíamos, nos sacábamos el uniforme y en medias Ciudadela y camisa blanca nos dormíamos unas siestas en la pieza de arriba que duraban hasta las cinco, minutos antes que volviera Norita de la escuela. Saltábamos de la cama desencajadas y corríamos a lavar los platos antes que llegara, si no se armaba. Qué decirles de las medias de nylon sobre los primeros y desiguales escalones de madera lustrada, saliendo de la niebla de la siesta y rebotando con el culo escalón por escalón, para terminar abrazada al balaustre labrado y a las puteadas. El destino de salón de baile de la alta sociedad que tenía la escalera, había sido torcido irremediablemente. Suele pasar.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, mail: enriquetabarrio@gmail.com.